El 21 de noviembre de 1973, Chile se aseguraba el pase al Mundial de Alemania ‘74 al derrotar al ganador del Grupo 9 de Europa: la Unión Soviética.
El detalle, anecdótico, es que la selección de la Unión Soviética no estaba en el campo. De hecho, ni siquiera había viajado a Santiago de Chile. Con un gol atípico, la selección de fútbol de Chile se aseguraba también un lugar en el libro negro del deporte. Justo 15 días antes de la fecha programada para el partido de ida entre la selección trasandina y los rusos, el 11 de septiembre de 1973, el general Augusto Pinochet había derrocado al gobierno socialista de Salvador Allende mediante un golpe de Estado sangriento, estremecedor. Ese mismo estadio Nacional había sido uno de los improvisados centros de detención y tortura de los que la tiranía pinochetista suponía de antemano peligrosos para el bien del futuro régimen. Los cálculos más aproximados estiman que durante los primeros diez días de dictadura militar pasaron por el estadio de fútbol más de cuarenta mil detenidos; muchos de ellos no salieron vivos de allí. Merced a esa muestra de barbarie, el estadio adquirió una dimensión histórica –por lo terrible– que con el paso del tiempo le otorgó entidad de mito.
Por eso mismo, el gobierno comunista de la Unión Soviética, cuyas buenas relaciones con el régimen socialista de Salvador Allende en el país trasandino eran conocidas por todo el mundo, decidió no viajar a Santiago. El primer partido de esa repesca se había jugado el 26 de septiembre, apenas quince días después del golpe, en Moscú. Obviamente ese primer encuentro también corrió riesgo de no jugarse. Además de la inmediata ruptura de relaciones diplomáticas entre ambas naciones luego del derrocamiento de Allende, la junta militar chilena decretó que a partir de ese momento nadie podía abandonar el país, por lo cual la Federación chilena suspendió dos amistosos previstos hacía meses, en México y en Guatemala. Aunque, por las dudas, los futbolistas viajaron en un avión militar, de alguna forma, los soviéticos aprovecharon el viaje de los trasandinos para demostrar que lo de la ruptura de las relaciones iba en serio: apenas llegados al aeropuerto de Moscú, Elías Figueroa (tal vez el mejor jugador de la historia de Chile) y Carlos Caszely fueron retenidos unas horas en la Aduana por “diferencias en las fotos de sus pasaportes”. La intención, más allá de las posibles razones de la Policía Aeronáutica soviética para dudar de los documentos, era mostrarles que no les iba a hacer nada fácil la estadía. Aunque jugadores de fútbol, a los ojos soviéticos la selección chilena representaba a un país que había derrocado, de la peor manera, a un gobierno socialista.El partido en el estadio Lenin terminó 0 a 0. Y, claro, resultó beneficioso para los sudamericanos en muchos aspectos, no sólo en el estrictamente deportivo.
De todos modos, la historia que merece ser contada se escribió el 21 de noviembre de 1973, cuando Chile y la URSS debían jugar el definitorio partido de vuelta en Santiago. Los soviéticos emitieron un comunicado para explicarle al mundo que ellos no iban a disputar un partido de fútbol en el mismo lugar en el que miles de supuestos opositores al régimen de Pinochet habían sido torturados y asesinados. Y no fueron. La selección roja salió al césped , fue protagonista de una farsa tan ridícula como patética (“La tarde más triste del fútbol”, titularon algunos medios chilenos) y consiguió, dos meses después, que la FIFA les diera por válido el simulacro de encuentro. Así se clasificaron para el Mundial de Alemania. Después del show, que por suerte duró apenas unos minutos, los chilenos jugaron ahí mismo un partido de verdad frente al Santos de Brasil. Perdieron 5 a 0 (¿le habrían ganado a la Unión Soviética?), pero ya no les importaba. El triunfo frente a la URSS los había relajado. El objetivo, deportivo y político, estaba cumplido. La dictadura de Pinochet había logrado clasificar al equipo.
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